Spanish
translation of interview with Edwin Quiñónes
Morales
Edwin Quiñónes Morales, de 45 años,
ha vivido en el exilio fuera de Guatemala por casi veinte años.
Cuando abandonó su país, en 1984, era un comerciante
recién estrenado como padre y miembro de la oposición
política clandestina.
Su decisión de huir de Guatemala llegó inmediatamente
después del secuestro y el asesinato de un familiar de
su esposa, Lucrecia, por parte de las fuerzas de seguridad.
Era el tercer ataque a la familia de ella -en 1981, en la cumbre
de la violencia del régimen de Lucas García, Emma,
la hermana mayor de Lucrecia de 21 años, fue secuestrada
y encerrada en una base militar en Quezaltenango. Ella logró
escapar. Su hermano Marco Antonio, de 14 años, no tuvo
tanta suerte. Un día después, miembros de las
fuerzas de seguridad lo desaparecieron. Nunca lo volvieron a
ver.
Edwin y Lucrecia decidieron llevarse a su hijo recién
nacido, Julio, y huir a pie hacia México. Escogieron
este país, recuerda Edwin, porque tenía reputación
de ser una nación tolerante y democrática. México
había abierto campos de refugiados en el sur para acoger
la oleada de guatemaltecos que escapaban de la violencia en
su país, en su mayoría indios mayas, y había
permitido que los miembros de la oposición política
guatemalteca vivieran a salvo en la capital.
Pero menos de tres meses después de haber llegado
a Ciudad México con su familia, Edwin y otros dos compañeros
suyos fueron arrestados por fuerzas de seguridad mexicanas.
La Federal de Seguridad mantuvo a los hombres incomunicados
y los torturó durante días en una celda clandestina.
El jefe de la Dirección Federal de Seguridad, José
Antonio Zorrilla Pérez, dirigió las sesiones de
interrogatorios. Después de tres semanas de detención,
a Quiñones y sus compañeros los deportaron a Cuba
y les advirtieron que no regresaran a México hasta después
de diez años. Su esposa y su hijo se le unieron a él
ocho meses después, cuando arreglaron un encuentro en
Nicaragua.
Edwin Quiñones Morales habló con Proceso por
teléfono desde Costa Rica, donde vive con Lucrecia y
Julio. Esta es la primera vez que habla en público de
su experiencia en manos de los mexicanos.
Agentes de la DFS capturaron a nuestro grupo el 3 de julio
de 1984, incluyendo a mi esposa e hijo, quien tenía un
año en aquel momento. Después de que me llevaron,
amenazaron a mi esposa diciéndole que si ella decía
algo me lastimarían. Lucrecia y Julio estuvieron incomunicados
hasta el 9 de julio.
Su liberación se da por la denuncia que hizo el PSUM
[Partido Socialista Unificado de México]. Cuando salió
Lucrecia denunció nuestra captura. La revista Proceso
publicó la historia ese mes [no. 402]. Usted puede consultarla,
todos nuestros nombres están ahí.
Los agentes de la DFS siempre tenían vigilancia sobre
los compañeros, eso era cosa de rutina. Ellos estaban
vigilando, tenían siempre intervenidos nuestros teléfonos,
pero entonces, comenzaron a acorralarlos - comenzaron a capturar
a los guatemaltecos indiscriminadamente. Ellos capturaron a
muchos exiliados guatemaltecos y los interrogaron para reunir
información de inteligencia. Esta fue la época
en que el gobierno de Guatemala comenzó a presionar mucho
a México respecto a los refugiados, y respecto a los
militantes que estaban cruzando la frontera.
Había muchas personas en Guatemala entonces que apoyaban
a la oposición. Nosotros ayudamos a salir a muchos de
ellos, a que vinieran al DF. Antes de que me arrestaran, yo
había ido a Tapachula para encontrar a algunos compañeros
y llevarlos al DF. Llegamos a la capital. Dos de ellos se quedaron
con Lucrecia y Julio y conmigo en el apartamento. En la mañana
del 3 de julio, Lucrecia salió con Julio mi hijo para
comprar pan para el desayuno. Alguien con quien se suponía
debíamos encontrarnos en la calle me llamó y me
dijo: "veamonos a las 9". Yo estaba preocupado. Yo
pensaba que el teléfono no era seguro. Diez minutos después
de que el compañero me llamara, llegó la policía.
Ellos tocaron -y yo sólo abrí la puerta, ni siquiera
pensé en eso. Nunca hubiera hecho eso en Guatemala.
Al entrar los sujetos de civil me encañonaron, uno me
apunto a la cabeza y el otro en el pecho, luego, entro el tercero
y comenzaron a registrar el apartamento y encontraron a los
otros dos compañeros que estaban con nosotros. Lucrecia
y Julio llegaron. En ese momento, alguien me llamó por
el teléfono. Los agentes querían que yo arreglara
un encuentro con él para que yo se los entregara, pero
no lo quise entregar. Hablamos en código por teléfono
y la policía agarró el teléfono y comenzaron
a golpearme. Me ordenaron que les dijera a qué hora iba
a reunirme con la persona y dónde, pero no se los dije.
Ellos nos sacaron del apartamento y nos metieron en un auto,
y nos llevaron a una de las estaciones de la DFS, cercana al
Monumento de la Revolución. Nos vendaron los ojos para
que no pudiéramos ver adónde nos dirigíamos.
Mientras yo estuve en el auto, nos robaron todo - nuestros relojes,
nuestras billeteras. También se llevaron todo el dinero
que teníamos en el apartamento. Estos tipos tenían
pistolas, radios. Un auto iba al frente, y otro detrás,
como de costumbre. Cuando llegamos a la estación, nos
pusieron en el sótano. Tenían celdas clandestinas
allí, adonde nos pusieron a nosotros y a otras personas.
Yo recuerdo el sonido de enormes aires acondicionados que se
oían todo el tiempo - estos cubrían los gritos.
La persona que dirigía mis interrogatorios era José
Antonio Zorrilla Pérez. Ellos lo llamaban el "coronel".
Él me golpeaba también. Todavía tengo problemas
en la espina dorsal a causa de los golpes, y me fracturaron
algunas costillas.
El "coronel" me decía, para asustarme: "Somos
cabrones." El me dijo que los militares mexicanos habían
ejecutados a líderes de la oposición guatemaltecos.
Ellos me golpearon - mi interrogador decía, "Denle
una paliza!" Me amenazaron con tirarme al Golfo de México,
o con devolverme al gobierno de Guatemala. Me pusieron una pistola
en la cabeza y dijeron," ¿No tienes miedo de morir?"
Ellos me insultaron en su estilo mexicano, me golpearon con
el canto de sus pistolas. Querían que yo entendiera que
ellos tenían el control y que mi vida estaba completamente
en sus manos. Uno nunca sabía cuándo le pegarían
o lo patearían a uno. Me di cuenta durante estas sesiones
que cualquier cosa podía pasarme. Nunca les di la información
que pedían, a pesar que me decían que ya todos
habían colaborado e incluso que ellos me habían
entregado.
En mi celda siempre había luz, no se sabía si
era de día o de noche. La única forma en que yo
sabía que el tiempo estaba transcurriendo era cuando
llegaban las comidas. Yo traté de no comer ningún
alimento, no quería comer. Pero ellos se las arreglaron
para drogarme una vez. Un día el "coronel"
me sacó de la celda para interrogarme, pero no me golpeó
mientras me hacía las preguntas. Me interrogó
calmadamente, sin pegarme. Yo sentí suspicacia. Estaba
nervioso, mi boca estaba seca. El "coronel" me preguntó
si quería tomar agua, así que tomé un poco.
Entonces comencé a sentir que me desmayaba, que perdía
el conocimiento. Me sentí muy raro, me costaba trabajo
hablar. Me llevaron a la celda y al poco tiempo llegaron nuevamente
por mi para llevarme de nuevo al interrogatorio con el "coronel."
Yo me esforcé a contestar exactamente de la misma forma
en que lo había hecho antes. Eso le enfureció,
y me golpeó.
Había dos clases de tortura que ellos usaron conmigo:
los golpes, los cuales recibía en el pecho, mi abdomen
y mi espalda. Y el barril de agua. Cuatro de los seis hombres
me metían en un barril de agua y trataban de ahogarme.
Mientras estaba dentro del barril me daban de patadas para sacarme
el aire, así fue como me fracturaron las costillas. Sumergido
en aquel barril ellos me decían "¿vas a hablar?."
Yo movía mis manos para que me sacaran y luego movía
mi cabeza diciéndoles que no. Entonces me volvían
a meter. Lo hicieron repetidas veces. Uno de ellos estaba enojado
conmigo porque no hablaba - me dio un punta pie en la cara y
me lastimó la nariz, después me levantó
la cabeza halándome del cabello y me apagó su
cigarro en la herida que tenía en el nariz.
Lo peor de los interrogatorios y las torturas duró alrededor
de 10 días. No era sólo tortura física,
sino también mental. Ellos me mostraban fotos de mi bebé
y me decían: "Hazlo por él." Un día,
ellos me pusieron de pie en un cuarto frente a un pared durante
un día entero para que escuchara los gritos de alguien
a quien estaban torturando. Otra vez me llevaron a que me viera
un doctor. Yo me imaginé que querían saber si
podían seguir interrogándome - si yo sobreviviría
a la tortura. Él me preguntó: "Orale, qué
hizo usted para merecer esto?" Le conteste que nada, además
le pregunte si él iba a dar el visto bueno para que me
siguieran torturando.
Cuando huí de Guatemala, pensamos en México porque
creímos que era seguro. Una vez durante mis interrogatorios,
Zorrilla me dijo, "Nos comprometíamos con ustedes."
Le dije que yo pensaba que México abogaba por los derechos
humanos y respetaba los derechos humanos de otras personas.
Él se rió y dijo, "¡Esas son puras
babosadas!"
El pueblo mexicano es un pueblo muy solidario. El gobierno
mexicano es otra cosa. Yo siempre estaré agradecido al
pueblo mexicano - pero no al estado mexicano. Ellos me detuvieron,
me torturaron. No había ninguna diferencia entre ellos
y los torturadores de Guatemala, El Salvador, Argentina, Brasil.
La conducta de los mexicanos era exactamente la misma - vestían
ropas diferentes, pero la represión era la misma.
Traducido por Midiala Rosales Rosa.